domingo, 26 de octubre de 2008

TRAVIATA CON MIRIÑAQUE


Einar Goyo Ponte


Afortundamente sin aspavientos ni urticantes alusiones seudorrevolucionarias ni ideologizantes, se desarrollaron las funciones del nuevo montaje de La traviata, de Giuseppe Verdi, en el Teresa Carreño. Aunque, en lo que respecta a la puesta en escena, este es básicamente el único cumplido que podríamos hacer de ella. Y es que si faltaran argumentos en contra del empeño “endogenista” que el Teatro quiere imponer a toda costa en el ambiente artístico de su, por fortuna, reducida influencia, este sería uno de los más contundentes. La endogenia hace que presenciar una función de ópera en el TTC sea como comprar un boleto en una eficaz máquina del tiempo, y trasladarse con violencia a los años 40 o 50, cuando en ópera mayoritariamente se cultivaba una representacionalidad chata, sin atisbos ni de naturalidad ni de verismo, ni mucho menos de simbolismo. Los decorados seguían una pauta tal que se alquilaban de un teatro a otro. Es decir, la puesta en escena no existía, en tanto propuesta conceptual, en tanto revisión del texto o de sincronización de este con la música.


Este es básicamente, exceptuando la concreción de la escenografía, el credo de José Rafael Pereda: no existir, no intervenir, no leer, no interpretar. Pero, después de Visconti, de Zeffirelli, de Cavani, de Willy Decker y ese portento que es su puesta de Salzburgo de esta ópera con los fulgurantes Netrebko y Villazón, referencias todas en el imaginario de buena parte del público pues forma parte del mercado mediático, ¿se puede montar ópera así, tan indiferentemente, como si ya no hubiera nada que decir?


Consecuencias y víctimas inmediatas: los cantantes jóvenes debutantes desamparados, abandonados a su suerte en la soledad de las inmensas tablas del TTC, luchando con una orquesta, con las notas agudas y la impostación de la voz y sin saber qué hacer con sus manos, con su gestual, con su interrelación con el compañero en escena. Así fueron patéticamente novatos los protagonistas del elenco de la función del viernes 16: Mariana Ortiz, torturada por el incómodo miriñaque de su vestuario, cada vez que intentaba una suerte de expresión, mientras resolvía con mucha decencia las dificultades vocales de una temible partitura, pero sin demasiado celo en los matices y la intensa expresión de este personaje, de entre los más profundos verdianos; Franklin de Lima, inadecuado como Germont por su voz demasiado atenorada para expresar la vejez y la paternalidad del personaje, y por su actuación francamente de telenovela en blanco y negro, y el colmo de José Antonio Higuera, el Alfredo más insensible, indiferente y antipático que he visto en una escena, a despecho de su alarmante dicción italiana.


Gracias a la experiencia quizás, a un empeño o a una intuición mayor, las cosas mejoraron en la función del sábado 17, con una Giovanna Sportelli sorprendente, sobre todo por enfrentar este acerado rol a última hora como reemplazo a Dorian Lefebre, todavía con recursos limitados, pero mucho mejor administrados y emotivos, además de una entereza musical encomiable. Cercanos le fueron el potente, a veces demasiado, Germont de Gaspar Colón Moleiro, quien contribuyó en mucho a la hermosa cima del concertante del final del Acto II, y el empeñoso Alfredo de Robert Girón, a quien, cuando vence la timidez y la inseguridad, se le oye una hermosa voz con agradecida intención de matices y fraseos. Sus dúos con la Sportelli figuran entre lo más memorable de la función.


Del vestuario ya he expresado mi desacuerdo con el miriñaque omnipresente, pero además a ratos daba la impresión más de un museo de la moda que de una representación operística. De rutina la iluminación. Asimétrico el ballet en el Acto II, cuya intervención está herida de antemano en la concepción ya arcaica del espectáculo operístico. Hacer que este ballet interrumpa la acción y hacer que bailarines y no personajes se apoderen de la acción, luce ya, después de los hitos mencionados arriba, casi como un despropósito teatral. Vulnerado, por lo estático de la puesta, otra vez, el coro, aunque soberbio en el concertante que cierra el Acto II.


De lujo el Gastone de Idwer Alvarez; nunca entendí la omnipresencia de la Annina de Monica Daniele coleada en todas las fiestas, así como todos los personajes de una línea que abundan en Traviata, apático el Douphol de Eddy Mago, horrendo de voz y de peluca el Marqués de Blas Hernández y estentóreo el Doctor de Alvaro Carrillo (hijo: se supone que la frase “La tisis no le dará más que pocas horas” es un secreto para la criada, no un extra noticioso).


Aunque cómplice con los desaguisados y las fortalezas de los cantantes, la dirección orquestal de Antonio Delgado, no demasiado exigente en este Verdi, salvo por su puntería teatral, casi de manual de telenovela latinoamericana, careció de esa vigilia y contundencia, quizás básicamente por la inversión de su metrónomo teatral. Pasajes que suelen recurrir velocidad se anclaban en una inexplicable lentitud, y viceversa, como por ejemplo, lo ligero del preludio final.


Hace mucho que la ópera dejó de ser sólo voz. Los tiempos en los que bastaba con que el cantante brillara vocalmente afortunadamente terminaron. Ahora necesitamos convencer al público de que la historia que le contamos le atañe. Y sin puesta en escena eso es casi imposible.

miércoles, 22 de octubre de 2008

LA TRAVIATA O EL INDIVIDUO FEMENINO


Einar Goyo Ponte



Como es bien sabido, la ópera La Traviata, de Giuseppe Verdi está basada en la famosa La dama de las camelias, de Alejandro Dumas, hijo, quien se inspiró en la vida y en su relación con una de sus amantes, la cortesana más famosa de París, Marie Duplessis. Con ella el compositor daba un vuelco aparentemente brusco a la tipología de sus héroes, hasta entonces blasfemos deicidas, renegados religiosos, como en Nabucco e I Lombardi; bandidos, proscritos, como en Ernani o I masnadieri; condenados por herejía, en Giovanna d’Arco, caudillos bárbaros (Attila), magnicidas (Macbeth), piratas (Il Corsaro), bufones jorobados (Rigoletto) e hijos de gitanas (Trovatore), toda una gama de rebeldes y malditos, descendientes del romanticismo más vibrante; pero la grandeza de Verdi estriba en que con esos arquetipos estéticos logró crear, más allá de juguetes vocales, un universo ético-dramático, como ningún otro compositor de su época. Desde ese punto de vista, esta mujer de vida ligera y tarifada, reina y víctima de un mundo de placeres, sexo y lujos, enferma , moribunda, sola en un “popoloso deserto che appellano Parigi”, repentinamente enamorada, y que a caballo de ese sentimiento inédito se sacrifica y muere, es quizás, no la desviación, sino la cumbre de estos héroes renegados, rebeldes, transgresores, reivindicadores del valor del individuo en un entorno de poder perseguidor y negador del primero.

Violetta, que da fiestas derrochadoras y extremas, amante del poderoso Baron Douphol y quizás de otros muchos nobles de su ámbito, encuentra -al mismo tiempo que a la muerte en la romántica dolencia de la época, la tisis-, el amor sincero, apasionado de Alfredo, hijo de un burgués provinciano, aspirante al ascenso social gracias al casamiento de su hija. Su primera reacción, y así lo marca maravillosamente la música frívola del Acto I, es rechazarlo, burlarse de su ímpetu, pero eso mismo es lo que la vence, porque él representa la abolición de su soledad y su redención en la entrega a un amor verdadero. Si uno accede a verlo de esa manera, puede superar la saturación sufrida por el celebérrimo Brindisi, de la ópera, el “Libiamo nei lieti calici”, el cual contiene la ardorosa declaración de amor del tenor, a la cual responde Violetta con una vehemente defensa del placer ante la fugacidad e incertidumbre de la vida. Es la mujer que sabe que el morbo aletea en su sangre y que evadida en esa vida sensual, olvida su destino y el oscuro origen de donde proviene. En la ya paradigmática puesta en escena de Willy Decker, el volátil Alfredo de Rolando Villazón, convierte la repetición del brindis, el canto del goce por el goce, en una imprecación contra los disolutos cortesanos y la adhesión de Violetta a su frivolidad. Nunca han sido más significativos estos versos:

Violetta: La vita é nel tripudio. (La vida está en el placer)
Alfredo: Quando non s’ami ancora… (Cuando aún no se ha amado).

La escena puede verse en la pantalla colgada aquí debajo, por You-Tube:


Semejante combate interior presenciamos en la justamente famosa escena final del acto. Primero, en el hermoso “Ah, fors’é lui”, donde se confiesa a sí misma que Alfredo por fin se parece a aquello imaginado más allá de su vida tumultuosa, lleno de sus “colores secretos”, y que la “despierta al amor”. Más bello aún es el recurso musical verdiano, que hace que en el colmo del aria, Violetta repita la estrofa de la declaración de amor de Alfredo en el dúo inmediatamente anterior, “Un di felice”, convirtiéndose en leit motiv emotivo del acto. La subsiguiente y desbordante “Sempre libera!” es el último estertor de la heroína por aferrarse a su vida de siempre, en la cual sobreepone a su corazón, la vida del placer sin rostros ni nombres, múltiple e indisociado. Pero, de nuevo, la ardiente frase musical “Amor ch’é palpito dell universo”, invade la soledad íntima de la cortesana y le infecta de amor su “vórtice de sensualidad” (“Di volutta nei vortici”). Nadie canta esto como María Callas. Aquí se las ofrecemos en su versión de 1958, en vivo, desde el Teatro San Carlos de Lisboa.

"Sempre libera" - María Callas

Violetta hace su elección y da la espalda a esa sociedad disipada refugiándose en la gloria íntima de su amor. Verdi sólo nos muestra apenas minutos de esa felicidad, por boca de Alfredo en su aria “Lunge da lei”. Rolando Villazón llena de aires nuevos la lectura de esta aria, en la particular puesta de Decker, aquí colgada.



La razón es que el destino, la sociedad y la muerte son implacables. El padre de Alfredo interrumpe la relación para conseguir el matrimonio por conveniencia de su hija menor. Violetta no es conveniente para esos fines. En uno de los dúos verdianos más conmovedores oímos los argumentos de él y Violetta, la vemos derrumbarse de a poco, el descubre su compasión y ella elige el sacrificio. Lo vemos aquí en un fragmento cantado por Tiziana Fabbriccini y Paolo Coni, en la puesta de Liliana Cavani, desde la Scala.



Tras este arreglo con Germont, Violetta se dirige a su consunción definitiva, a su soledad y a la pérdida de Alfredo. Esta sombra de la muerte sobre la rebeldía femenina conecta a Violetta con otras heroínas literarias de su época: Emma Bovary, Anna Karenina, Ana Ozores en La Regenta, por ejemplo. Apasionadas, transgresoras y castigadas, por escoger libremente, y desprenderse de la convención social, en un poderoso alegato contra la institución matrimonial y sus sostenes de aire, carentes de amor. Pero en ese sacrificio o victimización, resurge la fuerza de su libertad como individuo, de su elección. Emma Bovary, a pesar de su egoísmo, de la forma como hace prevalecer su deseo por encima de su rol social, no se convierte en una criatura antipática. Flaubert sabe como mantenerla siempre en el foco de nuestras preferencias. Sus adlateres son más censurables que ella. Al menos Emma tiene el valor de afrontar sus riesgos y sus consecuencias. Una impresión similar nos causa la Anna tolstoyiana. La música de Verdi en Traviata, es el equivalente a estas estrategias literarias. No hay un énfasis en lo social, ni siquiera en la presentación de la aristocracia decadente. Su foco se desliza gradual y definitivamente hacia el universo íntimo de su heroína, al conflicto familiar, a la relación de pareja con Alfredo. Los dos preludios, situados al inicio y al epílogo de la ópera a quien describen es a Violetta. La una llevada por ese melancólico tiempo de vals, sobre la frase del “Amami, Alfredo”, su desgarradora despedida del Acto II, y la otra, ya moribunda, en penosa extinción, allí en ese tristísimo trino de cierre. Incluso, en medio de la escena de la fiesta, mientras Alfredo desahoga su despecho contra ella, el cenital melódico recae en el hilo de voz de Violetta ya desahuciada y casi muerta, no por su morbo, sino por la perdida de su amor, que se eleva grandiosa en la arquitectura perfecta del concertato, donde además todos los personajes terminan del lado de Violetta, principalmente el coro de cortesanos. Helo aquí en un video de You-Tube desde Tokio en 1973, con Renata Scotto, José Carreras y Sesto Bruscantini liderando el fragmento.



El último acto es el climax de esta visión intimista. Las melodías son tenues. Todo ocurre en el reducido espacio de la alcoba de ella arruinada e íngrima. Allí van a asaltarla sus fantasmas: el médico, Alfredo, su padre. Acaso está sola y ellos son sólo espejismos de su mente febril, delirios previos a su muerte. “Addio del passato”, “Parigi, O cara” figuran entre las músicas más despojadas, patéticas y conmoventes de Verdi. También en el espectro vocal se ha operado una metamorfosis: de la cantante chispeante, llena de coloraturas y notas agudas hemos llegado a esta cuyo hilo de voz se va haciendo más frágil y extinto a cada minuto. Veamos a Anna Netrebko, desde San Petersburgo en un vibrante "Addio del passato", gracias a You-Tube.


Un drama íntimo, personal e individual bullía detrás de la composición de Traviata. Giuseppina Strepponi, ex cantante lírica y compañera de Verdi desde hacía ya unos años, sin haberse casado, urticaba las conciencias de los paisanos del compositor. La mujer que había sido pública era ahora su mujer en la intimidad, pero la sociedad no aprobaba la relación, y el poder siempre abusivo invadía con la murmuración el mismo interior de aquella casa. En estas mismas páginas reseñamos la puesta de Christoph Marthaler, en la Opera de París, allí el espacio de Giuseppina Strepponi, Margarita Gautier o Marie Alphonse Duplessis podía ser sustituido por el de Edith Piaf, Marilyn Monroe, María Callas e incluso nuestra contemporánea Britney Spears, sobre quienes rehusamos retirarles el reflector de luz. Queremos saber todo sobre sus vidas y sus espacios. ¿Hay diferencia entre un paparazzi y un sistema de poder que quiere controlar a todos los habitantes bajo infinitas formas de fiscalía social, de propiedades, información, preferencias, formas de gastar o invertir el dinero o de viajar o salir fuera del país? La distopía del Big Brother orwelliano no requiere de conflagraciones mundiales para activarse. De hecho, ya está en marcha, por todo el orbe. Preservar el espacio íntimo de la individualidad no sólo es un acto de profilaxia psíquica, sino uno de redención social, de rebeldía contra los omnímodos tentáculos del poder.

Con Traviata, lírica proyección de Giuseppina, Verdi lanzaba su poderoso alegato de libertad individual, del derecho a la privacidad íntima, por eso es quizás la más rebelde de los transgresores verdianos, porque la gesta de su sacrificio es la de la defensa del gigantesco espacio pequeño y privado de nuestra libertad individual: la de escoger y de amar.

sábado, 18 de octubre de 2008

ANTONIO ESTEVEZ VOCAL


Einar Goyo Ponte

Creo que no sería muy descabellado decir que con Antonio Estévez irrumpió la vanguardia en la música académica venezolana. Miembro de la primera promoción de la Cátedra de Composición del Maestro Vicente Emilio Sojo, su trabajo a partir de los años 40 comienza a empaparse de las corrientes y propuestas de avanzada que la música occidental venía planteando desde los mismos finales del siglo XX: la progresiva disolución de la melodía, la expansión de los campos armónicos, el predominio del cromatismo, la inclusión de los ritmos y formas populares, la influencia del jazz, y pronto la atonalidad y el dodecafonismo, como las más agresivas de estas inserciones.

Pero en Venezuela, como en prácticamente toda Latinoamérica, esta vanguardia entró a través de las escuelas nacionalistas, las cuales, lideradas por creadores como Villa-Lobos en Brasil, Chávez en México y Ginastera en Argentina, desarrollaron un movimiento que no dejaba de ser paradójico. Impulsar el ingreso de la música latinoamericana en el concierto mundial, a través de la asimilación, transformación o adaptación de las formas más modernas extraídas de esta vanguardia occidental. Cuando al descubrir y trabajar con las formas autóctonas, se encontraron una sorprendente coincidencia o similitud con aquello que la Academia de Occidente estaba descubriendo o permitiendo que ingresara al diseño musical, que se sentía caduco luego de 500 años de desarrollo, el entusiasmo y la energía se hicieron indetenibles. Es así como Villa-Lobos escribe sus Bachianas Brasileiras, como los huapangos y ritmos vernáculos motorizan los hallazgos de Revueltas, Moncayo o Ginastera. Y es así como la música de nuestras latitudes se inscribe con signo de modernidad en el espectro occidental, y más aún se apodera de un ámbito intransferible y particular como marca de las tendencias más importantes de nuestra contemporaneidad.

El concierto de este domingo 5 de octubre en el Aula Magna de la UCV, en conmemoración de los 20 años de la muerte de Antonio Estévez, con protagonismo de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, y un buen puñado de corales universitarias y profesionales, como el Orfeón de la UCV, el Polifónico Rafael Suárez o la Schola Cantorum, fue una singular muestra de esa trayectoria marcada por la incesante búsqueda de lo vanguardístico, en momentos insistiendo en la experimentación, hurgando en la forma y en la expresión con la acuciosidad de la madurez y la inquietud del joven.

El inicio lo encendió la Obertura Sesquicentenaria, obra de 1963, compuesta para celebrar el 19 de abril de 1810, como nuestro nacimiento en tanto nación. Salvo un impetuoso pasaje central, lleno de luminosidad y energía casi románticas, no es una obra muy brillante ni del todo acabada con una mezcla nunca saturada de la forma del Tema con variaciones, la fuga y el contrapunto. Hay como destellos que recuerdan al Brahms de la Obertura festival académico, compuesta por éste en torno al himno medieval de los graduandos universitarios, “Gaudeamus Igitur” (Hay una obra similar de Inocente Carreño también, por cierto), pero no suscita la emoción perseguida. Ni siquiera en la muy arquitectónica dirección de Felipe Izcaray, quien demostró un meticuloso estudio de la partitura.

De este momento en adelante, la muestra radicó en una importantísima vertiente de la composición esteveziana: la vocal. La mezzosoprano Inés Feo La Cruz, desafortunadamente con su instrumento de sonoridad harto limitada, abordó la hermosa canción –una de sus primeras obras- El jazminero estrellado, la cual, no obstante su juventud, nos revela a un Estévez con un dominio del arte de la canción con orquesta similar al de un Berlioz o un Strauss, tal es la maestría de la orquestación y la nobleza de la melodía y la armonía.

La misma La Cruz contribuyó junto con la cuidadosa batuta de Izcaray a subrayar la delicadeza de las Canciones otoñales, sobre poemas de Juan Ramón Jiménez, y cuya atmósfera y eterea metafísica fue reproducida con exquisita fidelidad en esta composición de 1955. Concluyó esta primera parte vocal con lo que a mi juicio es una de las cimas artísticas del Maestro Estévez, y llego incluso a afirmar que tiene de sobra, a despecho de la genial concisión de la obra, lo que aún le falta a la Cantata Criolla: emoción. El bello texto de Aquiles Nazoa es tratado por el compositor de una manera audaz, fiel a su estética nacionalista, pero sin olvidar la carga sentimental del tema ni el poema. El estilo cuasi hablado del estribillo, la armonía vanguardista de las primeras estrofas del polo, que se van impregnando con una gradualidad genial por lo medido y certero de la melodía y tonos vernáculos de la forma popular, para elevarse definitiva, conmovedora y luminosa en la estrofa final ya francamente tonal, con una orquestación perlada y áurea que da una trascendencia inefable a los versos. No era el implacable telurismo que daba Morella Muñoz a esta pieza, pero Feo La Cruz encontró tonos sensibles y tocantes en su interpretación, siempre muy abrigada en la noblemente cómplice dirección de Felipe Izcaray.

Así llegamos a la obra imperecedera de Estévez: la Cantata criolla: Florentino el que cantó con el diablo. En el pórtico ya atravesado del siglo XXI, después de la popularidad de la versión del contrapunto tradicional y la propuesta posmoderna de Paul Desenne en El reto, es posible ver con suficiente perspectiva esta obra señera. Sentir sus inmensos y cuantiosos logros, pero también sus evidentes debilidades: la concepción demasiado estática del coro como narrador, las esquemáticas soluciones de las intervenciones “dramáticas”, la sensación de inconclusión que deja el final de la obra en contraposición con toda la tentativa cósmica, mítica y hasta operística a la que nos asoma durante la mayor parte de la composición: el tema del enfrentamiento del bien y el mal, la resonancia fáustica del mito, y la teatral preparación para el momento cumbre, la porfía entre los dos protagonistas. Pero la debilidad no es exclusiva de Estévez sino que procede del mismo poema de Arvelo Torrealba, que tampoco logra convencernos de que esa retahíla de vírgenes ensartada por Florentino son más que suficientes para derrotar al imponente demonio que el mismo poema compone. No basta la cita del coral medieval ni del Ave Maris Stella católico para dar contundencia a este desenlace como nervioso y poco apoteósico musicalmente, abundante en repeticiones tipo coda de los expresivos e intensos temas del núcleo de la composición.

No obstante lo escrito, la Cantata es sin duda una obra imponente, poderosa, quizás la más ambiciosa y trascendente, medio siglo más tarde, que haya concebido compositor venezolano alguno, y eso creo lo percibe el oyente apenas se inicia la ejecución, sea éste primerizo o curtido en la experiencia, con la armazón cromática surgida de la simple celula de la tonada llanera que domina casi toda la obra, así como la tensión dramática, la creación de una atmósfera oscura, cosmogónica, soberbiamente consciente de su mestizaje y juego de contraculturas, más el punto quizás más sólido de la partitura: la impecable y destellante escritura vocal, tanto para los coros, a quienes da una ejecución tremendamente agradecida, como para los dos solistas tenor y barítono, quienes a pesar de partir de los estilemas populares, deben ser dos voces de depurada técnica e impronta canora.

Tengo además una muy personal teoría: como esta obra suena en el Aula Magna de la UCV, donde ha sido cantada tantas y tantas veces, con significaciones emocionales, históricas (la vida de Estévez estuvo ligada por muchos frentes a la Universidad, en el campo musical y académico) la invariable prestación de corales universitarias, la trayectoria del Orfeón, etc, no suena en otra sala o teatro. Es como si la extraordinaria acústica del diseño de Villanueva y Calder concedieran una resonancia especial y multisonora a la obra.

Sobre todo cuando estamos ante una lectura tan audazmente arriesgada como la de Izcaray, quien subrayó sonoridades, detalles tímbricos, otras veces desapercibidos, quien cohesionó la interpretación del coro en una expresividad dramática impresionante, y se atrevió a remover el sedimento popular y folklórico de la obra en el momento crucial de la misma: el contrapunteo de los protagonistas, produciendo libertad y exactitud métrica al mismo tiempo, en una lectura rica y de infinitas filigranas.

Juan Tomás Martínez fue casi temible en la potencia de su Diablo, aunque hacia las últimas estrofas compartió con el tenor Idwer Alvarez, quien debe cantar hasta en sueños y con igual certeza y propiedad, esta parte, un leve pero perceptible cansancio vocal, sin embargo más notable en el tenor cuyo instrumento se veló con más opacidad en el rosario de vírgenes final y exigentísimo de tesitura.
Obra maestra, que como todas, se deja ver siempre joven y desafiante. Como lo fue en vida el Maestro Estévez y aún sigue siéndolo su legado.
He aquí el fragmento final de la Cantata, la porfía en la versión dirigida por Eduardo Mata, con Idwer Alvarez, William Alvarado y la Orquesta Simón Bolívar, y grabada por Dorian, en un registro que creo agotado desde hace años.


lunes, 6 de octubre de 2008

ALDEMARO, ACADEMICO Y POPULAR


Einar Goyo Ponte



Hace ya un año que la presencia física del maestro Aldemaro Romero nos dejó. Pero su recuerdo no ha dejado de permearse por el corazón musical de Venezuela. Los jóvenes hacen versiones de sus canciones, se editan discos con su legado, las orquestas incluyen cada vez menos tímidamente su repertorio, y ahora la recién creada Fundación Aldemaro Romero, produjo un concierto el pasado domingo, en tributo a su memoria, en el Aula Magna de la UCV, con una acertada combinación de su obra académica y popular, con un nutridísimo plantel de artistas en franca evidencia del fervor que suscitó, y aún lo hace, su figura.


Por desgracia los responsables del sonido del espectáculo no lograron a lo largo del mismo solventar las ostensibles fallas: el texto de Graterolacho se perdió entre los ruidos técnicos, la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho nunca adquirió el balance ni la impronta propias de su formación, de hecho, creo que ni ellos mismos podían escucharse con claridad, dada la cantidad de baches de cuadratura percibidos en el concierto.


Por fortuna, la música del Maestro es insumergible, y su calidad se sobrepuso a este y otros altibajos habidos en la velada. Nos resultó, sin embargo, incomprensible por qué, si contando con el pianista Pedrito López, quien además se hallaba en estado de gracia, la ejecución de la Suite Onda Nueva, de la Orquesta, dirigida por el maestro Rodolfo Saglimbeni, no incluyó el excitante pasaje de El negro José. Seguidamente el tecladista italiano invitado Nando de Luca hizo una elaborada versión del “Sueño de una niña grande”, aquella hermosa canción que popularizara María Teresa Chacín, y que Aldemaro compusiera en ocasión de ese entrañable programa de televisión navideño, irrepetido, como tantas cosas, que produjera Renny Ottolina a finales de los sesenta: El angelito más pequeño. A continuación, su compatriota, el director Roberto Salvalaio, tomó la batuta de la OSGMA, para respaldar al exquisito bandoneonista Peter Soave, quien hizo insignes lecturas de Canción para Elizabeth y un fragmento de la suite Piazzollana (1998), y a la soprano Diana Trivellato, en el hermoso pasaje Domine Deus, del Gloria (1998), escrito en una exigente pero brillante tesitura que la cantante dominó con suma destreza. A pesar de las irregularidades del sonido, el director Salvalaio controló la díscola concitación de su orquesta para dar una atractiva prestación de la Danza del payaso, perteneciente a la música de un ballet compuesto en 2002.
El segmento popular fue generoso y variopinto, con sus puntos más débiles en las intervenciones del novato Diego Rojas, el veterano Carlos Moreán, la desajustada versión de “Quién”, de Ofelia del Rosal, y la mitad de la prestación de Sela y 7 palos; acertada en la hermoso lamento amoroso “No tengo a nadie”, extraviada en “Retrato de un hombre solo”, así como sus mejores fortalezas en el estreno de la Canción para Aldemaro, de Graterolacho y Pedro López, cantada con emoción por María Teresa Chacín, en todo el vigor del estilo Onda Nueva; el arranque del Trío jazzístico de López, Jeanton y Brown, con la trompetista Linda Briceño, en “Me queda el consuelo”, la lectura del impagable arreglo del maestro para el vals “Dama antañona”, por la OSGMA y Saglimbeni, proveniente del insuperable disco Dinner in Caracas; la versión del “Tema de amor” de la flauta de Huascar Barradas, la hurgadora lectura de “Poco a poco”, de Luz Marina, una de mis canciones favoritas del maestro; el sabroso “Esta noche me voy a emborrachar con mi mujer”, de Cheo Hurtado, originalísimo bolero sensual; la colorística prestación de Alfredo Naranjo en “Carretera”, y la sugerentísima recreación de “Quinta Anauco”, por el Ensamble Gurrufío.
Más presente que nunca, Aldemaro.
Para los inconformes como yo, aquí les cuelgo mi versión favorita de la Suite Onda Nueva, con la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, dirigida por Rodolfo Saglimbeni, el propio Aldemaro Romero al piano, Michael Berti, en el bajo y Frank "El Pavo" Hernández, en El negro José, en una grabación editada en 1998. Sólo haga click:

07 Suite Onda Nueva.wma - Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho

jueves, 2 de octubre de 2008

LOS TEMPI MUSICALES (Y II)



Einar Goyo Ponte

En esta segunda entrega dedicada a los tempi musicales, cuya descripción iniciáramos la semana pasada escribiremos sobre los grupos de pulsos moderados, que podríamos entender son aquellos de transición entre los lentos y los rápidos, y el grupo de estos últimos.

Como se puede entender, se trata de una suerte de espectro gradual que va de lo más pausado a lo más acelerado. Ubicaríamos el primero de estos tiempos moderados al Andante, el cual, tal la palabra sugiere, avanza, no tan lento como el grave o el largo, pero no tan veloz como el allegro. Es un pulso mimético del de un paseante. Ejemplo inmejorable es cualquiera de los paradisíacos andantes de los conciertos, sinfonías u obras de cámara mozartianas, casi siempre sus movimientos centrales, así el del Concierto para piano No. 21 o el del K. 229, para arpa, flauta y orquesta. Aquí les cuelgo el primero, famoso por ser soundtrack de una famosa película.





El Moderato es un pulso con más empuje pero aún contenido, lo suficiente para ser atractivo y magnético, igual al subyugante primer movimiento del célebre Segundo concierto para piano y orquesta, de Sergei Rachmaninoff, que pueden escuchar aquí en el click vecino.





El Allegretto, es un tempo que se va acercando a los veloces, pero cuya pausa le insufla solemnidad como en la hermosa 2ª. parte de la 7ª. Sinfonía, de Beethoven, y sus emotivos crescendos (concepto de matiz del que hablaremos en futuras crónicas). Escúchelo en el click que sigue.





Se cierra este grupo con el gentil Andantino, de corte más ligero que su hermano mayor, el Andante. El 4º. movimiento del Quinteto para piano y cuerdas, llamado “La trucha”, que contiene el tema y variaciones que le dan título, es un justamente famoso Andantino. Aquí lo podremos apreciar en un video histórico que nos presenta a los jóvenes Itzhak Perlman, Daniel Barenboim, Jacqueline Du Pré, Pinchas Zukerman y Zubin Mehta ejecutándolo






El primero de los tiempos veloces es el casi infaltable Allegro, el cual, así, sin apellidos, como enseguida veremos, habita en todo concierto barroco, por ejemplo, cualquiera de las aperturas de los Seis de Brandenburgo, de Bach. Se escucha aquí el del No. 3, para cuerdas.





Le sigue el Vivace (vivaz o veloz en italiano), como el eruptivo inicio de la Sinfonía Italiana, No. 4, de Felix Mendelssohn, el cual escuchamos de inmediato, al hacer click en el widget.



Sinfonia Nº 4 - Mendelssohn


Y aún más rápido es el Presto, cuya urgencia podemos sentir en los electrizantes finales de las Sonatas Claro de luna y Appassionata, de Beethoven, o el final del Concierto en sol para piano, de Ravel. Les coloco el de la primera en el próximo click.



Piano Sonata nr 14 in C# Minor, Op 27 Nr 2 Moonlight; Presto Agitato - Beethoven



Todas estas denominaciones tienen variantes de intensidad o carácter que modifican leve o decididamente el valor explicado arriba. Las más frecuentes son Assai (que podríamos traducir por muy en castellano), ma non troppo (pero no demasiado), o Con moto (con fuerza o movimiento), las cuales aplicadas a cualquiera de las vistas aquí y en la anterior, aceleran o retardan, suavizan o intensifican la indicación original. Como los Allegro non troppo iniciales de las . y . sinfonías de Brahms o el Allegro assai, del final de la 40, de Mozart. He aquí el de la segunda brahmsiana, mi sinfonía favorita del alemán, en el click inmediato:





Los compositores románticos gustaron de hacer menciones más subjetivas o anímicas. Así encontramos en Tchaikovsky Allegro con fuoco en su Concierto para piano No. 1, o Andante cantabile, en su 5ª. Sinfonía, o el final en Allegro gentile, del Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, o el Allegro affetuoso, de Robert Schumann, en su Concierto para piano, o más exótico, el Preludio vagaroso e mistico, de las Bachianas Brasileiras No. 9, de Heitor Villa-Lobos.
Las combinaciones son casi infinitas.